miércoles, 23 de marzo de 2011

TEMPLANZA

TEMPLANZA
1. Virtud Cardinal. Es la virtud cardinal que enriquece habitualmente a la voluntad y la inclina a refrenar los diferentes apetitos sensitivos hacia los bienes deleitables contrarios a la razón. El cometido propio de esta virtud es poner orden en las pasiones para que, lejos de oponerse, contribuyan al bien honesto. Está íntimamente relacionada con la fortaleza. No se puede ser hombre verdaderamente prudente, ni auténticamente justo, ni realmente fuerte si no se posee también la virtud de la templanza. Se puede decir que esta virtud condiciona indirectamente todas las demás virtudes, pero se debe decir también que todas las demás indispensables a fin de que el hombre pueda ser «moderado» o «sobrio». La moralidad cristiana jamás se ha identificado con la moralidad estoica. Al contrario, considerando toda la riqueza de los afectos y de las emociones de que todo hombre está dotado -por otra parte, cada uno de forma distinta: de una forma el hombre, de otra la mujer, a causa de la propia sensibilidad-, es necesario reconocer que el hombre no puede conseguir esta espontaneidad madura si no es por medio de una labor lenta y continua sobre sí mismo y una «vigilancia» particular sobre toda su conducta. En esto, en efecto, consiste la virtud de la templanza, de la sobriedad.
2. Necesaria para elevar el alma a Dios. Acuérdate cuanto te sientes a la mesa que debes orar después que hayas comido; y no llenes el estómago de una manera inconsiderada para poder postrarte sin dificultad y hacer oración. Cualesquiera que sean los alimentos con que cargamos excesivamente el organismo, engendran a la larga los estímulos de la impureza. En esta situación el alma, abrumada bajo el peso de los manjares, no es capaz ya de sujetar la brida de la templanza. Por donde no es sólo el vino el que embriaga la mente. Todo exceso en la comida la vuelve tornadiza y vacilante, y la despoja por completo de la integridad y pureza.
3. Dominio sobre el cuerpo. Templanza es señorío. No todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria. Pienso que esta virtud exige de cada uno de nosotros una humildad específica respecto a los dones que Dios ha depositado en nuestra naturaleza humana. Diría, «la humildad del cuerpo» y la del «corazón». Esta humildad es condición necesaria para la «armonía interior del hombre», para la belleza «interior» del hombre. Reflexionen todos bien sobre ello, y en particular los jóvenes, y más aun las jóvenes, en la edad en que preocupa tanto ser bellos o bellas, para agradar a los demás. Acordémonos de que el hombre debe ser bello sobre todo interiormente. Sin esta belleza, todos los esfuerzos dirigidos solamente al cuerpo no harán -ni de él, ni de ella- una persona verdaderamente hermosa. La virtud de la templanza hace, sin duda alguna, que el cuerpo y nuestros sentidos encuentren el puesto justo que les corresponde en nuestro ser humano. No debemos, con una vida desarreglada, como el hijo (pródigo) del rico que narra el Evangelio, abusar de los dones del Padre; sino usar de ellos como señores, sin debilidad. La perfección de la virtud está en que incluso en nuestro apetito temperemos nuestros alimentos, que hemos de tomar movidos por la necesidad de sostener las fuerzas físicas. Hombre moderado es el que es dueño de sí mismo. Aquel en el que las pasiones no consiguen la superioridad sobre la razón, sobre la voluntad y también sobre el «corazón». ¡El hombre que sabe dominarse a sí mismo! Si es así, nos damos cuenta fácilmente del valor fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza. Ella es justamente indispensable para que el hombre «sea plenamente hombre». Basta mirar a alguno que, arrastrado por sus pasiones, se convierte en «víctima» de las mismas, renunciando por sí mismo al uso de la razón (como, por ejemplo, un alcoholizado, un drogado), y comprobamos con claridad que «ser hombre» significa respetar la dignidad propia, y por ello, entre otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza. Al cuerpo, hay que darle un poco menos de lo justo. Si no, hace traición. Se han de tener las riquezas con la templanza de quien las usa, no con el afán de quien pone en ellas su corazón.
4. Pecados y defectos contra esta virtud. Consecuencias de la intemperancia. El hombre, por un ansia desmesurada, quiere cosas que sobrepasan su estado y condición, y no se conforma con las que corresponden a éstos; por ejemplo, en punto a indumentaria, si es soldado no la quiere de soldado sino de conde, si es clérigo no se conforma con la de clérigo sino que la desea de obispo. Semejante actitud aleja a los hombres de las inquietudes espirituales, pues sus deseos están demasiado apegados a lo temporal. No solo la calidad sino también la cantidad de comida entorpece la limpieza del corazón, y después de agobiar el alma juntamente con el cuerpo, atiza el fuego de los vicios. Cuando el cuerpo se entrega a los placeres de la mesa, el corazón experimenta una alegría desordenada. Hay que elegir una comida tal que amortigüe los ardores de la concupiscencia, en lugar de fomentarlos. Quien no sabe dominar su concupiscencia es como caballo desbocado, que en su violenta carrera atropella cuanto encuentra, y él mismo, en su desenfreno, se maltrata y se hiere. La glotonería es un pecado más sutil que la embriaguez, porque no se nota tanto. Las especies de gula son cinco: comer manjares exquisitos, en cantidad excesiva, preparados con excesivo esmero, fuera de tiempo y con voracidad. Hay tres géneros de gula. La primera trata de anticipar la hora regular establecida para la refección. La segunda sólo atiende a satisfacer el apetito, importándole poco los manjares, con tal que pueda comer hasta la saciedad. La tercera gusta de los platos exquisitos y suculentos.
5. Gula e impureza. La gula es un vicio capital, cuyas cinco hijas son: la alegría necia, la bufonería, la impureza, las palabras necias y el embotamiento de la mente. Mal se podrá contener en la lujuria quien no corrija primero el vicio de la gula. La gula es la vanguardia de la impureza. Entre la gula y la lujuria existe un parentesco y una analogía peculiares. Te aconsejo usar sobriamente de los manjares, para no excitar la sensualidad, como hace el águila, que abandona la presa cogida si le estorba para remontar el vuelo.
6. Frutos de la templanza. Sé sobrio como un atleta de Dios: el premio ofrecido es la inmortalidad y la vida eterna, en la que tú crees también firmemente. La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia. La templanza no supone limitación, sino grandeza. Hay mucha más privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo, para servir al primero que le presente el pobre sonido de unos cencerros de lata. La templanza es el amor que se conserva para Dios íntegro e incorrupto. Y así (viviendo la virtud de la templanza) no sólo nuestra vida aprovechará para Dios, sino que esta misma conducta nuestra inflamará a otros para gloria del mismo Dios, según aquellas palabras: y todo el pueblo, al verlo, alabó a Dios. La templanza en el comer, la abstinencia en el beber preservan del vicio, porque así como se libra de él quien de sus causas huye, así no es raro que caiga en sus redes, quien temerariamente con ellas juega. La luz debe estar bien alta para que ilumine a los demás; no debajo del celemín, es decir, de la gula, ni debajo de la cama, o del ocio, porque nadie que se entregue a la gula y al ocio puede ser luz para los demás.